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Un Cotopaxi para Emile

  • Paul Guerra
  • 23 sept
  • 3 Min. de lectura
Holger en la cumbre del Cotopaxi
Holger en la cumbre del Cotopaxi

Como guía de montaña, tengo la fortuna de acompañar a muchas personas en sus sueños. Cada cliente deposita en mis manos ilusiones enormes, y yo me convierto en la herramienta que les ayuda a alcanzarlas. Sin embargo, este viaje fue distinto: no era con desconocidos, sino con una vieja amiga del colegio a quien no veía desde hacía más de veinte años.

Jennifer vive en el extranjero y decidió regresar a Ecuador junto a su esposo Holger con un gran objetivo: escalar varias montañas y, sobre todo, llegar al Cotopaxi. Después de algunos mensajes y ajustes de itinerario, organizamos el plan para que pudieran aclimatarse bien y enfrentar el reto en las mejores condiciones.

Agosto llegó y con él la aventura. Dos días antes de empezar, nos reunimos para revisar el equipo, conversar y ponernos al día. Fue emocionante reencontrarme con Jennifer y conocer a Holger. Esa tarde, entre cafés, risas y logística, ya se sentía que estábamos listos.

El primer destino fue el Rucu Pichincha. Desde el inicio la conversación fluyó como si nunca hubiéramos perdido contacto. Fue entonces cuando conocí la historia de su hijo Emil, quien había nacido con una rara enfermedad muscular de la que existen apenas 500 casos en el mundo. Emil vivió dos años y medio, tiempo suficiente para llenar a sus padres de amor y de una fuerza inquebrantable para luchar por otros niños con la misma condición. Conmovidos por su experiencia, Jennifer y Holger fundaron una asociación para financiar investigación y apoyar a familias que atraviesan ese camino.

Desde ese día supe que este viaje no sería solo sobre montañas, sino también sobre memoria, amor y resiliencia.

En el Rucu, decidimos subir por la arista: un reto técnico para quienes no están acostumbrados a escalar, pero con las mejores vistas. Superando miedos y limitaciones, Jennifer y Holger alcanzaron la cumbre con una sonrisa inmensa. Al día siguiente fuimos al Corazón. El clima estaba complicado, el terreno resbaloso y la confianza no era plena, pero paso a paso llegaron a la cima. Allí, Holger sacó un pequeño juguete: el favorito de Emil. Con lágrimas en los ojos me dijo que su sueño era haberlo llevado un día a la cumbre del Cotopaxi. En ese instante entendí que, de alguna manera, Emil estaría con nosotros cuando llegáramos allí.

El itinerario continuó con el Rumiñahui Central, desde donde disfrutamos un paisaje impresionante: Cotopaxi, Sincholagua, Illinizas, Corazón y Pasochoa en un mismo horizonte. La bajada nos regaló un atardecer mágico. Luego vinieron las prácticas en el glaciar, duras y exigentes, donde Jennifer decidió dar un paso al costado para que Holger pudiera concentrarse en cumplir su sueño. Seríamos él, Emil y yo en el Cotopaxi.

El gran día llegó. Después de almorzar en Tambopaxi, partimos hacia el refugio bajo un cielo despejado y con condiciones perfectas. Conversamos con colegas, cenamos temprano y nos preparamos para la salida nocturna. A las 11 de la noche el despertador sonó y comprobé lo que parecía un regalo: la mejor noche de toda la temporada, con cielo estrellado y sin viento.

A medianoche iniciamos la ascensión. Constantes, firmes, deteniéndonos solo lo necesario para recuperar fuerzas. A pocos metros de la cima, esperamos media hora para recibir el amanecer desde lo más alto. Y a las 6 de la mañana, pisamos la cumbre del Cotopaxi. El sol iluminaba el glaciar como si la montaña misma supiera que Emil estaba allí con nosotros.

Ese día no solo fue la conquista de una cumbre, fue también la celebración de una vida corta pero inmensa, y la confirmación de que los sueños —cuando se cargan de amor— siempre llegan más lejos de lo que imaginamos

 
 
 
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