Mi primera experiencia como guía en el Everest (2024)
- Paul Guerra
- 23 sept
- 3 Min. de lectura

El año 2024 marcó un antes y un después en mi carrera como guía de montaña. Era mi primera vez en el Everest, una montaña cargada de mitos, sueños, miedos y dudas. Me preguntaba constantemente si estaría a la altura de guiar en un escenario tan desafiante y extremo.
En aquella ocasión, mi clienta fue Thais Herrera, una mujer de República Dominicana a quien conocía desde hacía años. Ya habíamos compartido expediciones en el Aconcagua, Denali, Cotopaxi, Cayambe y Chimborazo, y con el tiempo nuestra relación se transformó en una verdadera amistad. Esta vez, íbamos juntos hacia la montaña más alta del mundo.
La incertidumbre del inicio
Nuestro plan original era escalar por la vertiente norte, entrando desde el Tíbet. Era un año especial: China reabría el Everest por primera vez tras la pandemia de COVID-19, lo que generaba incertidumbre sobre los permisos. Con esa duda viajamos a Nepal para reunirnos con el resto de la expedición.
Siguiendo el consejo de un gran amigo, Willy Benegas, contratamos los servicios de Furtenbach Adventures, una compañía que hasta entonces desconocía, pero que resultó ser líder en expediciones de 8.000 metros, con protocolos de seguridad de primer nivel.
Ya en Katmandú, todo estaba listo… o al menos eso pensábamos. Al llegar nos informaron que los permisos tardarían más de lo esperado. Para no perder aclimatación, nos enviaron al valle de Langtang, donde realizamos trekking y subimos picos de 5.000 metros.
De regreso, la situación seguía complicada: los permisos del lado norte se retrasaban, y apenas tendríamos tiempo justo para intentar la cumbre. Fue entonces cuando Lukas Furtenbach, dueño de la compañía, nos propuso algo inesperado: cambiarnos sin costo a la expedición por la vertiente sur, que ya estaba en marcha y con un plan de aclimatación en el Mera Peak.
Para Thais era la mejor opción, pero para mí significaba enfrentar la temida cascada de hielo del Khumbu, un lugar tan impresionante como peligroso, que es la única vía para ascender desde el sur. Decidimos hacerlo. El sueño de Thais —y también el mío— lo valía.
La fuerza de Thais
Thais es una mujer increíblemente fuerte. Tras enviudar hace algunos años, encontró en la montaña un camino de autodescubrimiento. Su gran meta: completar las Seven Summits y convertirse en la primera mujer dominicana en alcanzar la cumbre del Everest.
Su preparación física había sido muy buena, pero el otro “Everest” era conseguir los recursos. En un país sin tradición montañera, donde pocos comprenden la magnitud de un proyecto así, lograr financiamiento fue ya de por sí una cumbre conquistada.
El camino hacia el Everest
Nuestra rotación de aclimatación en el Mera Peak (6.500 m) fue perfecta. Después volamos al Campo Base Sur del Everest (5.400 m), donde descubrí el otro lado de la expedición: un asentamiento temporal, casi una ciudad, con lujos inesperados a esa altura —desde cafeteras para cappuccinos hasta domos calefaccionados, chefs occidentales y duchas calientes—. Todo pensado para que el cuerpo sufriera lo menos posible.
La vida en el campamento base era lenta: caminar en el glaciar, entrenar, leer, jugar cartas, descansar y, sobre todo, esperar ansiosos la ventana de buen clima. Ese año, la montaña nos regaló un milagro: cinco días consecutivos de condiciones perfectas (21–25 de mayo), algo que no ocurría hacía mucho tiempo.
La escalada
Nuestra compañía dividió al equipo en grupos para repartir las salidas. La progresión por los campamentos fue buena: ritmo constante, descansos necesarios, adaptación impecable. Tuvimos un tropiezo con una tormenta inesperada que nos obligó a regresar del C3 al C2, pero el resto fluyó con sorprendente normalidad.
El día de cumbre fue indescriptible. Mientras ascendíamos hacia la Cumbre Sur, el amanecer nos envolvía en un espectáculo único: el Himalaya entero iluminado por la primera luz del sol. No suelo llorar en las montañas, pero esa vez las lágrimas brotaron sin poder evitarlo.
Llegamos a la cumbre con muy poca gente, en un ambiente de calma y seguridad que pocas veces se tiene en el Everest. Fue un momento de triunfo, de alivio y de gratitud.
La bajada: el verdadero reto
Pero la montaña nunca se termina en la cumbre. Ese mismo día debíamos descender hasta el C2. El cansancio pesaba en Thais, tanto física como mentalmente, pero seguía firme. Mi responsabilidad era mantenerla viva y segura, presionando lo justo para que no se nos acabara el oxígeno y pudiéramos salir de la “zona de la muerte” sin riesgo.
Finalmente lo logramos. Exhaustos, pero enteros.
Reflexión final
Mi primera vez como guía en el Everest fue mucho más que una expedición: fue un viaje de aprendizajes, miedos vencidos, amistades fortalecidas y sueños cumplidos.
Ese día confirmé que la cima no es solo un lugar físico, sino también un estado del alma. Y que, como guías, llevamos no solo a las personas hacia las montañas, sino también hacia sus propios límites y descubrimientos.



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